PALABRAS, PALABRAS | PULITZER

En general, incluso para los menos interesados en el periodismo, seguramente lo más conocido lo constituya el premio Pulitzer, que se sabe sinónimo de calidad al punto que el apellido de su creador puede considerarse un adjetivo calificativo. Esa cualidad innata -y a la vez imposible de definir- que hoy llamaríamos “olfato” significó la clave para transformar a un humilde inmigrante húngaro en el fenomenal magnate de diarios, a la vez que en el “inventor” de los medios de comunicación masiva.

En los albores del siglo pasado, Joseph Pulitzer detectó las ignoradas necesidades informativas de la numerosa clase obrera e inmigrante que se desplazaba por horas para concurrir a sus empleos, la que se sintió rápidamente atraída por un diario que -ahora sí- expresaba sus preocupaciones cotidianas, a contramano de los periódicos “serios” que se enfocaban en los vaivenes de la bolsa o en las crónicas sociales de las clases acomodadas, noticias muy lejanas a sus intereses. Su diario pasó a concentrarse en las historias personales de los sectores menos privilegiados, asignándole importancia a esas personas que se convirtieron en sus leales lectores a bordo de trenes y colectivos.

El editor les recalcaba a sus reporteros que escribieran acerca de las inquietudes y vivencias de ese sector social que hasta entonces había sido ignorado. A sus periodistas les aconsejaba “tener simpatía por los pobres”, aunque -claro- con el tiempo, ya multimillonario, olvidó personalmente aquella sensible recomendación, como suele pasar.

¿Cómo evaluaría el viejo Pulitzer el desempeño de los medios hoy, en la Argentina, donde -es fácil apreciarlo- la posición editorial generalizada se ubica diáfanamente en las antípodas de sus recomendaciones primeras?

Con las excepciones que posiblemente cuenten, se aprecia un extendido mensaje de desprecio a los pobres, a los obreros y a sus representaciones sindicales, a los desocupados, a los beneficiarios de planes sociales, y sucedáneos. Solo son tenidos seriamente en cuenta en los grandes medios cuando con formato de estadística desde el INDEC se informa el índice de pobreza, y sustitutos. Tras ello, todos los enfoques son despectivos de las concentraciones populares, y a los asistentes se los trata periodísticamente como a una subespecie de la condición humana: “van por el sánguche y la coca” es lema. La crítica es feroz al enumerar los colectivos estacionados, para negarle representatividad y conciencia a quienes quieren estar presentes, pero no tienen auto o no los alcanza para el remis. “Los arrean” funge a modo de explicación berreta de las masivas celebraciones del pueblo, y luego, cuando las urnas los sorprenden con escrutinios ajenos a sus creencias, se ubican a un paso del voto calificado y aducen que “los compran” con un par de zapatillas, como si la mayoría de la gente pobre no tuviera mil veces más dignidad que unos cuantos “ricos”.

Si los beneficiarios de planes sociales son “planeros”; los asistentes a las movilizaciones serán “choriplaneros”, en alusión al tradicional tentempié igualmente denostado. Las concentraciones de desocupados, que importunan el tránsito vehicular en la gran capital, motivan las expresiones más furibundas y violentas. Desde fusilarlos en masa o atropellarlos con una topadora, la animadversión se hace eslogan con el clásico “si tirás una pala, no queda ni uno”.

Un veterano periodista -con ocurrente rigor- definió una certera parábola que mucho explica: “Clarín escribía lo que decía la gente, y se hizo grande; ahora, desde que es grande, la gente dice lo que escribe Clarín”. El aserto tiene algunas décadas; después todo empeoró; porque “Clarín” ya no define a un diario de gran tirada, sino que gracias a concesiones arrancadas extorsivamente a todos los gobiernos ha sabido construir un emporio que se multiplica en voces emisoras. Tan aterradora y antidemocrática era entonces la dimensión del holding, que un buen Jorge Lanata, tras mostrarlo, espantado, en televisión llegó a decir: “Yo nunca trabajaría en Clarín”.

La denostación que los medios hegemónicos exhiben conlleva consideraciones partidarias, en tanto lo popular es tachado de populista, y el populismo en la Argentina tiene nombre propio: es el peronismo.

Individuos de clase media, o más o menos, o simples berretas con aspiraciones y ganas de pertenecer elevan el discurso antipopular, y ergo antidemocrático, cuando no antinacional. Muy lejos de aquel pensamiento inicial de Pulitzer, los medios ganan o mantienen lectores desde la filosofía opuesta. A sus audiencias ya nos les importa que esos postulados de común colisionen con sus propios intereses, ya formateados cerebralmente sin capacidad de cuestionar el discurso hegemónico, tan lleno de mentiras, ocultamientos y tergiversaciones. Abundan las tropelías cometidas -nunca por error-, sin penas ni castigos, porque en la vigencia del Estado de derecho la única sanción posible al ejercicio periodístico es la disminución de las audiencias por pérdida de credibilidad y hoy esos mismos medios siguen siendo los más consumidos en la Argentina y en los demás países de la América latina.

Rody Piraccini
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