Estacionó el auto, se bajó y clavó la vista en la casa que daba frente a la plaza. Durante largos instantes observó inerme su simple fachada. Mantuvo la mirada profunda, exhaustiva, como se admiran los detalles de una famosa pintura. O quizás no… Es probable que tuviera la intención de proyectar su visión más allá de la persiana baja, de la única ventana que daba a la calle. Así estuvo un tiempo. Hipnotizado por las imágenes emanadas de un viejo y muy conocido filme, pasando como las vertientes de agua de una catarata en cine mudo, frente a la única pareja de espectadores: su mente y su corazón.
Todavía parado al lado del vehículo, limpió los anteojos y se frotó suavemente los ojos. Luego volteó el rostro en dirección opuesta, hacia la plaza, mientras se levantaba las solapas del sobretodo. No es que tuviera necesidad de cubrirse el cuello, sino disimular un involuntario titubeo para encaminarse hacia el pretendido destino. Naldo divisó el objetivo dentro del espacio público, antes de ir a su encuentro.
Cita pergeñada desde sus más íntimos sentimientos y convicciones. Hacer realidad el impostergable deseo de encontrarse con Juan, o Juan cito, como solía llamarlo. Sí, ya mismo. La cita tantas veces postergada albergaba la curiosidad de producirse en un sitio que representaba un real emblema para ellos, el más preciado sin dudas, por ser un lugar muy especial: la plaza del barrio. El encuentro no podría ser en otro lugar.
Para Naldo había pasado demasiado tiempo desde aquella temprana partida del pueblo, pero todavía estaban vivos los recuerdos de haber transcurrido toda la infancia y parte de la adolescencia, compartiendo con él, ahí, en esa misma plaza.
A este dato no menor habría que sumarle otro de particular importancia; un asunto no solo afectivo, sino material, de dominio. Por supuesto, una cuestión de propiedad privada de esos pequeños personajes del barrio, hermanados en “la barra”: ellos vivían en las casas que eran de sus respectivos padres; en cambio, a esa plaza la sentían como propia. La plaza del barrio era su bastión, el lugar donde se desarrollaba su propio mundo. Y ellos, los incuestionables dueños ¿de quién si no…? El vívido hogar de todos los pibes, el de siempre, el de todos los días. Y eran felices de compartirlo. Reducto con vida propia, que tenía por corazón a una coqueta canchita de fútbol. Ninguna más bella.
De pronto Naldo marchó hacia él, ahora con decisión, y al mismo tiempo turbado por la lógica ansiedad del inminente reencuentro. Después de tantos años, finalmente, volvía a estar sobre ese suelo, a pisar esa grama y, lo más increíble, volvía a apreciar inconfundibles aromas. Pero… ¿por qué esos olores? ¿Por qué se perciben igual que tantos años atrás? ¿Por qué no en otro lado? Aromas con identidad propia. ¿Cuál es esa peculiar impronta en el ambiente, imposible de mostrarse en la realidad, pero que puede visualizarse al sentirla presente? Impresiones sin fecha de vencimiento.
Lo mismo que percibía en un pasado tan lindo como lejano, no hacía más que transportarlo a su imborrable niñez y sus primeros pasos juveniles. Sin necesidad de “la máquina del tiempo”, Naldo estaba reviviendo el suave y añorado encanto de un lugar que le había enseñado a ser feliz. Nada menos que por eso… esa plaza era un sitio emblemático y profundamente amado por la barra. Como su canchita de fútbol, donde supo compartir con Juan largas horas casi a diario, y hasta días enteros. Fiel a todos, allí él siempre estaba.

Decidió regresar a su querido pueblo después de muchos años, aunque solo fuera por unas horas, en parte por el deseo de revivir junto a Juan todo aquello. Además, estar con él en la plaza era como volver a estar con todos los demás, dispersados por los caminos de la vida, y adentrarse otra vez en un mundo mágico. Pero en realidad, su vuelta al pago fue con el principal propósito de encontrarse con Juancito para hablarle de cuestiones muy duras, pesadas, importantes.
El motivo del reencuentro se trataba de algo preciso y muy significativo. Sí, Naldo estaba dispuesto a revelarle lo que hasta ese momento había sido su inconfesable secreto. El secreto sobre un execrable comportamiento. El suyo… ni más ni menos.
Sensaciones originadas en fugaces recuerdos fueron percibidas en solo instantes, y con tensión creciente a medida que se iba acercando a Juan. Y luego de un tímido e imperceptible saludo, contenido, casi temeroso, le dijo:
Escuchame, Juan. No vine a pedirte disculpas ni a que me consueles. Primero deseo contarte muy bien lo sucedido, a pesar de que haya pasado el tiempo y estés conociendo una parte de la historia. Estoy dispuesto a confesarte todo, sin interrupciones, porque para mí es muy importante, ¿sabés? Por eso he venido. Ha corrido mucha agua debajo del puente, lo admito. Sin embargo, a esta altura de mi vida siento la vital necesidad de sincerarme con vos, y personalmente. Sé lo mucho que valorás esta plaza, nuestro potrero. Yo también, por supuesto.
En mi caso le debo casi todo, Juan. Siempre dije que sí he llegado a tener una profesión y ser alguien en la vida…, ha sido gracias a este potrero. Mi vieja, ¿la recordás? Cuando yo era chico, ella no me dejaba jugar a la pelota en nuestra plaza si antes no hacía los deberes del colegio. Y… ¡me tomaba lecciones! Estrategia pedagógica insuperable… la de mi vieja.
Todo era hermoso, Juan, y nuestras vidas incipientes se desarrollaban plenas de entusiasmo y alegría. Sin embargo, un día sobrevino lo impensado. La mayor perversión. La ignominia de los déspotas, con sus golpes incesantes y arteros, se encarnizó con todos nosotros. Lo injusto y lo inhumano, sinónimos en algún punto, parecían mostrar el mismo rostro. Casi sin darnos cuenta se comenzó a infligir la peor afrenta a todo el pueblo. A vos te llevaron ellos, con rabia y desprecio, como si se quitaran una dolorosa espina. Y a la plaza la cercaron. La dejaron entre rejas y alambrados con púas, confiscando así su corazón: nuestro Maracaná. Esa sana y divertida costumbre de encontrarnos a diario en la plaza para jugar a la pelota, la felicidad de compartir la vida como nosotros queríamos y sentíamos… ¡nos fue mutilada! Ni más ni menos que eso. Acostumbrados a ser felices manejando nuestros sueños, a gozar de la amistad a través de una pelota de fútbol… ya no pudo ser.
¿Cómo no entender y, mucho menos, ¿cómo destruir los sueños de un niño, Juan? Los sueños de compartir todos los días con los chicos del barrio, para ir creciendo juntos. Creciendo en compañerismo, sentimiento, generosidad, humildad, compromiso, ilusión, amistad, responsabilidad, honestidad, tolerancia y, muchas veces, la templanza, forjada en cada disputa futbolera. El valor que fortalece el concepto de justicia y buenos propósitos. Todo eso, y muchísimo más, moldeado con la argamasa de “la de cuero”, para ir construyendo corazones felices en aquellos pequeños seres que más tarde serían verdaderos hombres.
Fijate si “ese mundo” no era importante para los chicos de la barra… Pero cómo se puede ser tan… Disculpame, con solo pensarlo me vuelve loco. Ese mundo tan puro ¿cómo no va a ser digno de ser cuidado y venerado? Qué indolencia no permite apreciar que, cada noche, esas cabecitas inocentes se dormían soñando fútbol. Vos sabés que sí… ¡Qué cosa tan hermosa, Juan: dormirse soñando fútbol! Criaturas que se iban adormeciendo mientras pensaban cómo disfrutar el día de mañana en su propio sistema planetario, donde el sol era esa pelota tan amada, la que daba vida a sus vidas. ¿No era sublime eso? ¿No lo era…? ¿No les importaba…! ¡Claro que no!
En cambio, ellos decidieron prohibir esos sueños. Decidieron secuestrar… la posibilidad de que gozáramos con ese primer amor: la pelota.
Naldo recordaba, renovando su angustia y transformando su sentido monólogo en una letanía de dolor.
Después, llenaron con plantas ornamentales el medio campo de nuestra canchita y también las dos áreas. Adornos que eran filosas espadas hendidas en nuestros corazones. Plantas que podrían verse de cerca solo algunas horas al día, mientras estuvieran abiertas las rejas, por supuesto. Qué paradoja, Juancito. Claro que me encantaban las plantas, porque dan vida ¿sabés? Aunque sentíamos que nos habían quitado la alegría de vivir felices y, a cambio, nos permitían mirar un florero…
Probablemente intuyas que no vine hasta aquí solo para revivir los momentos tan lindos y tristes de la vida de todos los pibes del barrio, Juan. Es que, por más decidido que lo tenga, me cuesta hablar sobre lo que he guardado, celosamente, por tantos años.
Por fin Naldo había juntado el coraje necesario para dar rienda suelta a lo que había callado tanto, y así enfrentar de una vez sus culpas y sus miedos, casi eternamente guardados en su conciencia. La mirada serena e inmutable de Juan, fuente inspiradora de confianza y piedad –así lo percibía–, solivió su difícil cometido.
La historia comenzó una noche de julio de 1976, cuando el vecindario se había agolpado frente a la plaza para observar, azorado, un fuego repentino e inexplicable generado en su interior, se comentaba. Para colmo de males, intentar sofocarlo no era posible porque el portón de las rejas que circundaban ese “espacio público”, según lo previsto estaba cerrado.
El pasto cortado días atrás en el predio que había sido nuestra canchita de fútbol, aunque más abundante en los bordes de la plaza, ardía con el frenesí de un poderoso combustible. Pasto muy seco por las fuertes heladas. No solo se quemaron todas las plantas que habían puesto, sino que el viento ayudó para que el fuego traspusiera rápidamente sus límites enrejados. De tal manera que la quemazón no tardó en llegar con furia hasta altas pilas de durmientes dispuestas muy cercanas entre sí, como depósito a cielo abierto del ferrocarril.
Una y otra pila, luego decenas de ellas, empezaron a crepitar ante el inexorable avance del fuego. Todo parecía convertirse en material altamente inflamable. La gente, curiosa y alarmada, debió retroceder ante las densas humaredas. Y un calor abrasador ahogaba a quienes no se hubieran alejado lo suficiente de ese infierno en llamas.
Naldo describía el desgraciado suceso con profundo pesar en su rostro, prácticamente viviendo la dantesca escena; así continuó:
Y como reguero de pólvora surgieron entre los vecinos torvas miradas e inquisidoras averiguaciones en busca del culpable de una situación tan atroz. Muy pronto, los comentarios indicaban que un par de vagabundos eran los seguros responsables del presente siniestro. Muchos habían observado a esos pordioseros pernoctando al amparo de pilotes de durmientes durante los días previos.
La situación se iba agravando a cada momento –señalaba con desesperación–, aunque era fácil advertir el advenimiento de un peor escenario, signado por el terror de lo que podría llegar a suceder. Y la cruenta premonición no se hizo esperar, Juan. El devastador incendio pasó a mayores cuando alcanzó su punto máximo sobre el maderamen de quebracho, al haber tantos durmientes. Por entonces, inmensas lenguas de fuego mostraron su ferocidad y fuerza arrasadora, para devorarlo todo con inusitada violencia destructiva.
Peor aún, el viento ahora intenso avivaba más y más un fuego que, avasallante y descontrolado, avanzaba en dirección a la estación ferroviaria. La pintoresca estación del pueblo estaba distante de la plaza, pero peligrosamente cerca de cuantiosas pilas de durmientes. Tanto es así, que el incesante accionar de los socorristas no pudo impedir que la estación de trenes terminara quedando envuelta en llamas, como si emulara al propio infierno. Felizmente no hubo víctimas, Juan. Ni serias consecuencias personales, más allá de la atención médica de algunas personas sofocadas.
A la mañana siguiente… –se tapó la vista con una mano, como queriendo detener lo que fuera inevitable o, quizás, para disimular su sollozo– nada quedaba en la plaza excepto los caños de las hamacas. Mirá vos…, lo que se pretendía desterrar, era lo único en pie: los caños de las hamacas, los que habían sido nuestros arcos; el inconcebible perímetro de “rejas protectoras”, impuesto en la plaza, tampoco pudo cumplir con su aparente cometido. ¡Eso sí que fue paradójico!
Para Naldo, en su feliz infancia compartida entre fútbol y amigos, esas dos estructuras, arcos de fútbol y rejas, eran dos íconos contrapuestos, con simbologías en las antípodas: la libertad y la ilusión de los niños, y el monstruo de hierro para coartarla con sus lanzas erguidas y amenazantes.
Sí, Juan. Durante la noche siguiente los durmientes todavía estaban ardiendo, y toda una gran zona parecía representar la ira de un mar incandescente. De la estación de trenes solo permanecían enhiestas unas pocas paredes tiznadas y humeantes.
Naldo acababa de revivir las atroces escenas y todo el sufrimiento por aquel siniestro iniciado en la plaza de su barrio, acontecido durante los tiempos de su ya lejana niñez. Atrocidades que lo marcaron a fuego, expresión apropiada en este caso, a pesar de que le costaba horrores afrontar el verdadero motivo que lo llevara hasta allí. Entonces, apretó sus puños, y para no intimidarse cerró sus ojos, aunque ello no impidiera que escaparan sus lágrimas y, como pudo, le expresó: “Yo, Juan… yo fui el artífice de aquel maquiavélico paisaje de destrucción. ¡Yo fui el incendiario de la plaza, Juan!”.
Finalmente, Naldo había conseguido abrirle la celda a su execrable secreto. Secreto guardado por muchos años, como una mancha imborrable en su alma. Lo había confesado asumiendo el tremendo bochorno, con su cabeza gacha, sin poder mirarlo a los ojos, desbordado por tanta vergüenza. Luego, continuó casi implorando.
No te disgustes conmigo, por favor… Vos ya no estabas, por eso te confieso que… ¡fui yo, Juan! ¡Yo fui el que prendió fuego a una de las parvas de pasto seco! ¡Yo fui el verdadero responsable! No sé por qué lo hice. O, tal vez sí…, aunque no hubiera tenido intención de que pasara lo que pasó, menos provocar una tragedia. ¡Fue la barbarie!, ¡un espanto! No quise hacerlo, Juan. Te lo juro. Pido que me creas, nada más. Yo solo pretendía…
Naldo rompió en llanto, sumamente angustiado por la irracional actitud que tuvo en aquella época de iracundo muchachito. Una vez recuperada la respiración, inspiró profundamente para continuar con su monólogo interior.
Te imaginarás lo duro que ha sido para mí bancar este horrendo secreto durante tan largo tiempo. Un secreto guardado en la pesada mochila de mi silencio. La tortura de haber tenido que soportar, irredento, el contubernio pactado con mi propia conciencia. Muchas veces quise venir a contártelo después de tu regreso…
Todavía oprimido, Naldo reaccionó en forma desmesurada. Tomó a Juan fuertemente de los hombros y con toda su angustia y desesperación le espetó mirándolo a los ojos:
¿Me comprendés, Juan…? Decime, ¡por favor! ¿Decime cómo hace un Nerón para redimirse de su propio pueblo? ¿Cómo borrar tan oprobioso comportamiento?
Cuando intentaba recomponerse, le llamó la atención algo que antes no había advertido. En la parte baja del pedestal, un escrito desprolijo rezaba lo siguiente: “¡Por la libertad!”. “¡Por el derecho de los niños!”. “¡Por la inclusión!”. Para mayor sorpresa notó, además, que la pintura estaba fresca.
Más que asombrado, levantó su cabeza y, entonces, observó absorto la sonrisa de Juan más plena que nunca… Su mirada firme y serena, bien hacia adelante, sugería un dejo de satisfacción que se irradiaba hacia el horizonte… A Naldo también se le dibujó una sonrisa para sus adentros. Quedó extasiado, contemplando a Juan en un estado reflexivo mientras asentía levemente con su cabeza, a manera de comprensión y gratitud.
Ya con el ánimo totalmente reconfortado, lo saludó con dos dedos de una mano insinuando un “hasta siempre” y se dio vuelta para retirarse. Después de caminar unos metros giró y le dio un último vistazo, la excusa para volver a disfrutar de aquella serena sonrisa. La sonrisa de Juan. Aunque nunca se hubiese querido ir, reanudó su andar para abandonar la plaza.
En su tránsito hacia el sector de salida, y ante la coincidencia imaginaria con el otrora borde del área grande, pateó una pequeña piedra que encontró a su paso con fuerza inusitada. Como cuando era niño, levantó sus brazos con puños apretados rememorando un tiro de gol, mientras miraba hacia el inefable destino de una red que se inflaba de alegría por aquel impacto. Y con las manos en los bolsillos, se alejó tarareando: “Pantalón cortito… bolsita, de los recuerdos… Pantalón cortito… con un solo…, tirador. La larai larai… La larai lará…
Nicolás Iannone
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