La ví por primera vez hace treinta y nueve años. Yo era una adolescente inquieta que agitaba mi pulso en consonancia con el regreso de la democracia. Y ella ya era HEBE, a secas. Cabrona hasta los tuétanos, siempre en la vanguardia de la marcha, caminando en círculo todos los jueves en la Plaza que, como ella, no necesita identificación. Ese espacio público que su figura resignificó en la historia de este país, donde rondó, cantó, lloró y puteó, pero nunca dejó de pedir justicia, ni olvido ni perdón.
Para los fundacionales del odio en territorio argentino: fue la vieja loca, la sin filtro, cuando no la hija de puta, así a secas. Ni el propio género se apiadó de los adjetivos calificativos desde ese lado de la línea, imposibilitados todes de verla como lo que fue: «UNA MADRE». No pudieron nunca mirar lo que Hebe representó durante su larga vida y mal que les pese lo que ya es, para la Historia que escribimos los que estamos del otro lado de la mecha. Territorios donde ya ni siquiera hablamos de grietas, cuando de crímenes de lesa humanidad se trata, ni cuando el Estado sistemáticamente con la complicidad eclesiástica -salvo honrosas excepciones- y la civil: desaparece, se apropia y mata. Es decir, en este punto de la existencia no hay lugar a la tibieza, porque la construcción del sentido común se cae a pedazos.
Hebe son cuatro letras, así sin vueltas, cortito y al pie. Antes fue Kika Pastor, la que nació en Ensenada, que novió desde los 14 con el Toto y fue mamá de Jorge, Raúl y Alejandra. Una presencia arrolladora cuyo accionar la hizo distinta y fundacional a quienes desde muy jóvenes seguimos su andar. Vivió desgarrada por el dolor, una larga vida en años que le permitió extender su búsqueda, pero a la vez alargar la agonía del no-encuentro. No pudiendo nunca tener un pedazo de tierra donde arrodillarse a llorar a los propios, ni saber con certeza si los arrojaron vivos al gran Rio, como a tantos otros o como a sus compañeras de ronda: Azucena, Mary y Ester. Sin embargo, encarnó desde las tripas su compromiso y convirtió lo cotidiano en político y lo personal en colectivo.
A codazos limpios enfrentó al uniforme en todas sus formas, fue detenida, perseguida, amenazada hasta convertirse ella misma en una amenaza para las fauces del Poder. No solo molestó en Dictadura, también interpeló a presidentes democráticos. La «Aparición con vida» reclamada a Alfonsín, en respuesta a la reparación económica en vez de juicios y castigos. Durante la presidencia Menemista en cuarenta y cinco días, entraron 11 veces a la casa de las Madres, robando las donaciones de particulares exhibidas en una vitrina como así también todo el archivo fotográfico de militares, que se conservaban en la casa y que no tenían copia. La Iglesia no se quedó atrás, cuando intentó acampar con Madres dentro de la Catedral de Buenos Aires, dejó a la intemperie la línea de poder: del sacerdote, al Juez, del Juez a la policía, detrás Menen. Las sacaron a palazos, todas lastimadas, pero nunca derrotadas.

Cuando asumió Néstor Kirchner, su madre ya muy anciana le dijo: «Hija mía, tenele paciencia, porque ese hombre tiene pasta». El 24 de marzo de 2004, el santacruceño afirmó que los desaparecidos «son mis compañeros», en la reivindicación más extraordinaria que un presidente democrático haría a los 30.000 desaparecidos. Los hechos demostraron que las palabras de su madre eran acertadas. Y ahí desembarcó ella, con cartulinas en forma de flores y soles, en ese lugar donde solo se respira el frío de la muerte, con el propósito de resignificar la pérdida, para darle paso siempre a la vida.
En su camino, se plantó ante el mundo a gritar lo que pasaba al sur de la Tierra. Con el pañuelo blanco, símbolo elegido el día que caminaron a Luján en plena dictadura, para pedir por todos los desaparecidos y no solamente por sus hijos. Porque lo colectivo se volvió cuerpo en su humanidad.
Renegona de la impuntualidad y de los aplausos, que entendía la alejaban de la gente, porque sentenciaba a boca de jarro: «podemos ser diferentes, pero no dejamos de ser uno más». Orgullosa de sus padres, quien según sus propias palabras fueron quienes más le enseñaron en la vida. Entendió que la política es dar, no es pedir; es parte de la vida, como respirar, como ir al super. Decía: «Todos los días hay que hacer algo por la política, pero por los otros, no por uno. Porque no tenemos nada comprado». Amante de sus plantas y el refugio de su casa, se la pasó buscando incansablemente un motivo para vivir, combustible poderoso de las Madres. Hace unos meses, entrevistada por Tristán Bauer, contó lo siguiente:
«Tuve una infancia muy pobre, pero muy digna. Era feliz, y también lo fui cuando me casé y armé mi familia. Tanto es así que me preguntaba ¿Qué me irá a pasar en la vida que todo me va tan bien? Tenía un sueño por ese entonces, que se repetía: se me caían los dientes. No creía en adivinas, y sigo sin creer. Pero por ese entonces, se me cruzó una mujer que tiraba las cartas y le relaté el sueño, solo me respondió: “algún día perderás a toda tu familia».
El domingo 20 de noviembre, se extinguió Hebe y con ella la profecía. Se llevó, los abrazos de todos y todas, la incertidumbre de no saber dónde están su dos hijos y su nuera, el amor de varias generaciones, la ronda de los jueves. Su ser políticamente incorrecto, a menos de un mes de cumplir los 94 dejó de encontrar motivos para seguir existiendo. Pero tuvo la increíble fuerza de la insistencia y el pecho escupiendo tibiezas, como para dejarnos una forma de ser que merece ser homenajeada en el cotidiano acto de vivir. Ojalá estemos todas y todos a la altura de la circunstancia.
María Cobarrubia
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